Hoy al levantarme he sentido el peso del mundo en mi alma. Ni un solo músculo quería levantarse esta mañana. Ni siquiera esta testuz, caval y a la vez soñadora, me increpaba, como de costumbre, para que mi perezoso cuerpo se levantara de la cama, ella no podía levantarse de la almohada.
Siento en el pecho un presión salvaje, un dolor en el diafragma que me hace respirar con dificultad y hasta el cigarro mañanero, esa fugaz y placentera calada, me ha sentado como un tiro a las malditas siete de la mañana.
El resto del día dolor. Dolor al afeitarme, dolor al toser, dolor al sentarme y al arrancar el coche, dolor.
Dolor en el trabajo, dolor al coger el teléfono; al hablar, al reirme; dolor por dentro, dolor que abrasa, que estrangula, que mata, dolor.
Y al llegar a casa hasta la leve ráfaga de viento de la puerta de entrada me produce este insensible, punzánte, desalmado y hasta irreverente dolor.
No quiero que ne toques, ni me abraces, casi que ni me hables. El solo roce de tus labios me produce un estertor en la nuca que me parte las entrañas.
Todos los inicios son difíciles, y esta ardua taréa me ha pillado en vacas flacas. Esta noche no, porque me voy a la cama, pero mañana lo vuelvo a intentar, y por muchas agujetas que tenga repetiré la tabla de abdominales que perpetré ayer.