martes, 10 de marzo de 2009

Los rayos de sol habían encontrado los resquicios de la persiana mal encajada, y entraban a borbotones en la habitación del hotel.
Fuera solo se escuchaba el romper de las olas de un mar tranquilo. Todo estaba en silencio.
El respirar tranquilo de mi compañera de cama y de vida, me hizo recordar que no estaba solo. Le aparté el flequillo de la cara y ella, dormida, sonrió. Ese terremoto que agita mi vida día tras día, descansaba plácidamente, después del ajetreado viaje que nos había llevado al único destino que quedaba libre.
La vejiga me iba a reventar, pero no quería romper la magia del momento.
Me quedé embobado, mirando el reflejo de la luz de la mañana en la lámpara de cristal de Murano, que adornaba la habitación del hotel.
Poco a poco Lydia comenzó a estirarse lentamente, como la gata perezosa que es y me dio un beso en la frente. Yo la sonreí y se lo devolví en los labios. Rota la magia, desahogué la carga acumulada durante toda la noche. Al volver abrí la ventana, y me arrepentí de no haberlo hecho antes. Cogí la cámara y recogí un instante que anidará para siempre en mi corazón.

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