martes, 10 de marzo de 2009

La tranquilidad reinaba en la pequeña casa de campo, en esa casa siempre hubo más amor que pintura. Levantada con el sudor y el trabajo de sus padres, nunca fue una casa, pero desde la primera zapata, siempre fue un hogar. El niño, ajeno a todo lo que había a su alrededor, intentaba formar una torre con su exin-castillo, la cual, llegada a una altura, caía sin piedad. Con sumo cuidado recogía una y otra vez las piezas que caían fuera de la alfombra, siempre sin apartar la mirada de su vigilante madre, ya que estaba advertido de las consecuencias de manchar su ropa de domingo. Esa misma mañana ya había cobrado, al tirarse por encima la totalidad del desayuno, diez minutos antes de salir para la iglesia. Sintió sed, y poniéndose en pie con sus torpes tres años se dirigió a la cocina, donde su madre preparaba la comida.
De pronto un vecino del pueblo entró apresuradamente en el habitáculo, llevándose por delante una silla, que cayó sobre el niño, que a su vez cayó de culo. Le dijo unas palabras atropelladas a la madre y ambos salieron corriendo, dejando solo al niño, que lloraba más por el susto, que por el golpe.
El niño se calló de repente, sus cortas entendederas le hicieron comprender que de nada servía llorar si no había nadie que le escuchara. Una sensación nueva embargaba su alma, estaba solo. Nada le hacía suponer que esa sensación se convertiría en su compañera durante toda su infancia.
Se secó las lágrimas y salió a la calle extrañado; nadie. A lo lejos se veía la silueta de dos figuras que levantaban una enorme polvareda tras de sí. El niño no supo que hacer y se decidió a seguir a las dos figuras, aun a sabiendas de que no las alcanzaría. Al dar dos torpes pasos sintió unos ladridos tras de si, al darse la vuelta se le iluminó la cara. Allí de pie estaba su mejor amigo, encadenado a su caseta, seguramente para que no siguiera a su padre. Se acercó a el y se sentó al lado del enorme perro, cruce de mastín y de podenco vicenco. Ese animal, le había protegido hasta de sus progenitores, gruñiéndoles cada ves que levantaban la voz al crío, y cruzándose delante de su madre, cada vez que le iba a dar un azote. Esta vez, como tantas otras allí estaba para protegerlo ante cualquier peligro. Pasó largo tiempo jugando con el perro, hasta que este se levantó de golpe colocándose entre el camino y el niño. A lo lejos apareció una figura borrosa, y el mastín comenzó a ladrar.
La silueta fue tomando forma, se trataba de la hermana de su madre, la cual se quedó donde el perro no pudiera llegar, puesto que sabía que el animal no conocía a nadie, cuando de defender al niño se trataba. Llamó a su sobrino, y este despidiéndose del can se acercó a su tía, la cual, con lágrimas en los ojos le cogió en brazos, dándole un beso. Ambos se alejaron, dejando tras de sí al perro, que aullaba de forma lastimera. Con el paso del tiempo el niño comprendió que el perro no aullaba porque él se iba.
Apresuradamente la tía explicó, que se iba a quedar en casa de unos vecinos, acompañado de todas sus primas, porque los mayores tenían cosas que hacer. La casa de los vecinos, ese día fue una locura, seis niñas y un niño, de entre dos y seis años, saltaban, reían, gritaban y como no, lloraban. Los siete durmieron juntos en un gran sofá-cama que había en el comedor. Al día siguiente, después de comer, los padres de cada uno de sus primos, fueron a recogerlos, y a última hora, la misma tía que le fue a buscar a casa lo recogió junto a su prima. Y le dijo que si se quería ir con ella, el niño dio la respuesta evidente, que él quería ir con su madre. Su tía le dijo que su madre vendría al día siguiente, el niño convencido le dio la mano y se fue con ella.
Los días siguientes pasaron sin pena ni gloria en la memoria del niño, hasta que un día su tía le invitó a mirar por la ventana, el niño por supuesto reconoció la silueta de la mujer que le había dado la vida, y corriendo, si es que se puede correr con tres años, salió a la puerta. Su madre le cogió y le apretó junto a su pecho con una fuerza inusitada y de manera prolongada. Cuando se separó le dio un beso y le dijo con la voz entrecortada: Ahora solo nos tenemos el uno al otro.

En ese momento no entendí lo que mi madre me quería decir, pero a fuerza de años y de golpes, acabé entendiendo la trascendencia del momento. No creo que mucha gente pueda fechar su primer recuerdo, tristemente yo si. Cada mes de marzo ese recuerdo vuelve inquebrantable, y lo que a mis tres años, fue un día lleno de juegos y atenciones, año tras año, es una herida más profunda y sangrante.

No te recuerdo, solo eres una sombra en mi memoria y creo que ni siquiera te quiero. Sin embargo quiero que sepas que noto tu ausencia en cada cosa que hago, que digo, que siento. Solo espero, que estés donde estés te sientas orgulloso de donde estoy, porque yo, si que estoy orgulloso de donde vengo.

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